Gracias Diego por regalarnos los dias mas felices



Por Alejandro Emilio Canale Becker.

Abogado profesor universitario de grado y posgrado en seguros y en derecho.  


Era el domingo 22 de junio de 1986, eran las tres de la tarde en nuestro país; las 12 del mediodía en México. Jugaban el partido de cuartos de final del mundial de fútbol las selecciones de Argentina e Inglaterra.

En nuestro país el partido generaba la lógica expectación de un partido de mundial más los aditamentos del rival de turno. Hacía 4 años había finalizado una guerra en la cual muchos chicos argentinos habían muerto regando con su sangre el irredento suelo patrio de las Islas Malvinas.

El seleccionado como era de esperar levantaba el ánimo y el orgullo más allá del mero hecho deportivo.

La pequeña y frágil democracia se las arreglaba como podía surfeando infinidad de problemas, que por cierto aún no nos han abandonado.

Sin embargo, ese día, a esa hora los que vivimos el momento, sabemos que no fue uno más. Ese fue el momento en el cual el tiempo ingresó en otro estadio. Algunos creen o suponen que ese momento fue un instante de roce eterno. Suspendido en el aire aquel jugador con la número 10 en la espalda había convertido el primer gol, que lo gritamos con el alma, sin saber de repeticiones, sin mirar a Bin Nasser, el árbitro, que era otro espectador de lujo, junto a los casi 115.000 que había en el coliseo Azteca.

El segundo fue el momento mágico, fue el instante Aleph, justo en ese estadio, justo en ese momento bajó al césped el barrilete cósmico del que nos habló el relator del mejor relato del mejor gol del  mundo. En ese preciso instante se abrió el cielo y bajó un Pegaso sin alas y con forma de humano que en tren de esquivar pretorianos furiosos, jamás soltó la bola encadenada que llevaba atada a sus pies. Para depositarla, eso si, en el fondo de la red.

Y ahí si. Los que vivimos el momento nos miramos; nos pellizcamos, y gritamos; gritamos hasta quedarnos sin voz. Y finalmente lloramos, sabíamos que era uno de los momentos estelares (como decía Zweig) de nuestra vida. Y lloramos riendo, porque también se llora de alegría. Y nos abrazamos, aún sin conocernos. Y en un tiempo epifánico, similar a una Navidad sin tiempo nos miramos con alegría, todos éramos amigos, todos éramos hermanos, sin ningún tipo de divisiones fuimos abrazados litúrgicamente adonde fuera que quiera a tocar bocinas y cantar, y seguir cantando.

La historia cuenta que después le ganamos a Bélgica, y después a Alemania en la final; y que Argentina salió campeón del mundo; y vimos que Pegaso era de carne y hueso, o al menos eso nos hicieron creer. Que era el mejor jugador del mundo, que salió campeón en otros lados. Nos decían que era humano y que sufriría caídas como cualquier mortal.

Los que estuvimos en ese instante sabemos que es mentira. Sabemos que Pegaso volvió a su cielo y desde allí sigue volando. Volando en la eternidad.

Esos fueron los días más felices, los mejores días de los que vivimos ese instante eterno. Todo lo que vino después fue sólo remembranzas de ese momento.

Ahora veo el cielo nublado y no pierdo la esperanza de que abra y siquiera un ratito pueda ver nuevamente a quien nos regaló los días más felices.

Gracias Pegaso. Gracias Diego, por regalarnos los días más felices.